26.9.11

Éticas libertarias para el Tercer Milenio: Postporno y Pornoterrorismo


En “Cómo reconocer una película porno”, Umberto Eco propone como criterio a seguir el “cálculo de los tiempos muertos” cinematográficos, aquellas escenas en las cuales “no pasa nada” en términos narrativos, lo que resulta imprescindible para lograr un aspecto de “normalidad” en la historia relatada. Extrañamente, no propone como criterio la existencia de la transgresión, ya que como señala en ese mismo texto ésta debe presentarse subsidiaria de lo cotidiano:
“… la película pornográfica debe representar la normalidad –esencial para que pueda adquirir interés la transgresión– tal y como cada espectador la concibe”.

Tal como propuse en un escrito previo, el porno se ha vuelto una caricatura de la transgresión, y la ha reducido a la mecánica representación de ciertos estereotipos de sexo y género. Sin embargo, la represión no logra acallar del todo esa fuerza inmanente a la transgresión (en este caso sexual).
Jean Baudrillard, en su libro “De la Seducción”, presenta a la obscenidad (pese a lo añejo que pueda resultar el término en esta sociedad hipersexuada) como aquel elemento residual de resistencia, que aún puede superar la restricción y expresarse en su ausencia de límites.
Sin embargo, la obscenidad no es el porno. La obscenidad tradicional aún tiene un contenido sexual de trasgresión, de provocación, de perversión. Juega con la represión, con una violencia fantasmática propia”.
Allí, en ese límite que se vuelve frontera a traspasar, el porno se repliega en su impostura y deja su lugar para permitir el surgimiento del postporno y del pornoterrorismo.

Con su estética post-punk, su abundancia de prendas de látex negro y rojo, sus amenazantes puntas metálicas, pero por sobretodo, con su propuesta eminentemente creíble de una transgresión sexual que perfectamente puede ser cotidiana, el postporno se instala como el verdadero “modelo/ideal” a partir del cual el porno ha esbozado su imagen burdamente caricaturesca. Aquí aparece la fantasía-creación, que en el porno comercial sólo alcanza a ser fantástico-ilusorio. Aquí no se requiere de los tiempos muertos, porque la imagen de normalidad viene asegurada por la estética cotidiana de sus protagonistas y por la ausencia de toda escenografía (por lo demás, inútil).

Emergiendo de la matriz del postporno, la sucesión de transgresiones se vuelve fructífera, dando paso a nuevos conceptos o personajes conceptuales, lúdicxs, provocadorxs, explosivxs. Uno de ellos, el pornoterrorismo:
Se trata de un nueva máquina de guerra, poderosa y potente: arma eficiente que cuenta con manifiesta potencia de destrucción y creación propia de las bestias mitológicas. Es el fruto desviado, el vástago inconfeso, del cruce de una noche de juerga entre el accionismo vienés y la postpornografía”.

La adaptación al contexto, o más precisamente la reinvención permanente de lo que se debiera entender por pornoterrorismo, queda explícita en la última frase de su Manifiesto: Interverní. Este manifiesto será re-escrito una y mil veces por todas...”
A fin de cuentas, es la única forma de asegurar la permanencia en el tiempo de una transgresión: generar respuestas transitorias secuenciales que logren disolver los límites de las estructuras/categorías.

Rancios métodos de control: El porno como caricatura de la transgresión


Reiteradamente he oído/leído que a nivel mundial las industrias más lucrativas son: 1) la pornografía, 2) la venta de armas, y 3) las farmacéuticas. Nunca he podido dar con la fuente de esta aseveración, y sin embargo el poco sentido común que creo tener me hace tomarla por cierta.
La sexualidad como práctica o ejercicio corporal (más allá de la pura genitalidad) ha estado durante demasiados siglos aprisionada por la moral "occidental" de origen judeo-cristiano, y por lo tanto (al menos teóricamente) confinada al plano de “lo privado”, encadenada al concepto de “intimidad”, excluida del habla cotidiana “de buen gusto”.
Michel Foucault lo sintetiza en su “Historia de la Sexualidad: La Voluntad del Saber” con la siguiente propuesta: “... el puritanismo moderno habría impuesto su triple decreto de prohibición, inexistencia y mutismo.” Lo coloca en condicional (“habría...”) pues a continuación plantea que a nivel de discurso la sexualidad ha logrado hablar a entes específicos a quienes la sociedad ha conferido dicho poder: a los sacerdotes durante la confesión y a los psicoanalistas durante el análisis.

¿Qué surge ante lo prohibido? El deseo. ¿Qué surge ante lo oculto? La curiosidad. ¿Qué surge ante lo desconocido? La fantasía. Las cartas están echadas: ante una práctica sexual invisible, surge el porno. Antaño estampas dibujadas. Luego, fotografías. Últimamente, filmaciones. (Mención aparte: el burdel como lugar que surge en los linderos de lo real, inexistente como aparato productivo en un sentido económico oficial, a la vez que próspero negocio para algunos).
El porno presenta la estereotipia de la imagen corporal de cada género llevada a su punto de cristalización: hombres esbeltos y musculosos, mujeres lúbricas y exuberantes. Como producto cinematográfico destinado al consumo masivo, su canon estético es el de la sociedad de consumo: aquella figura corporal que sólo se consigue luego de adquirir onerosos productos dietéticos u hormonales, o de haber “invertido” en cirugías estéticas y prótesis siliconadas diversas.
Sin embargo, lo que el porno muestra no es la práctica sexual, ni siquiera las fantasías de sus espectadores: muestra lo fantástico, esa quimera que surge a partir de lo no-visto. Las escenas presentadas por el porno distan tanto de las practicadas por la mayoría de las personas como la Tierra dista del centro de la Galaxia (lugar de ese enigmático hoyo negro de la astrofísica). ¿Es imaginable un porno canino, que muestre las prácticas sexuales de los perros...? Nada más inútil, basta con pasearse despreocupadamente por las calles para ver a los cachupines “haciendo eso...”
A la vez, los roles de cada uno de sus protagonistas caen en ese encasillamiento pétreo que los inmoviliza y los deja imposibilitados de cualquier esbozo de variante lúdica. La normatividad penetra y se apropia de la que debiera ser una de las mayores manifestaciones de transgresión.

Jean Baudrillard, en su libro "De la Seducción", presenta al porno como la rigidización sublime de lo fantástico-ilusión en oposición a la fantasía-creación:
Al contrario, el porno añade una dimensión al espacio del sexo, lo hace más real que lo real — lo que provoca su ausencia de seducción.
Inútil buscar qué fantasmas obsesionan a la pornografía (fetichistas, perversos, escena primitiva, etc.), pues están eliminados por el exceso de «realidad».
Visto de muy cerca, se ve lo que no se había visto nunca — su sexo, usted no lo ha visto nunca funcionar, ni tan de cerca, ni tampoco en general, afortunadamente para usted. Todo eso es demasiado real, demasiado cercano para ser verdad. Y eso es lo fascinante, el exceso de realidad, la hiperrealidad de la cosa.”

¿Qué queda, cuando incluso en el último reducto dónde debiera cobijarse la liberalidad de la transgresión, aparece la estructura hipernormativa de categorización del sujeto? Allí, donde el porno se vuelve una caricatura de la transgresión, surge el postporno y el pornoterrorismo.

5.9.11

Rancios métodos de control: La patologización del descontento


Las imágenes de violencia callejera y disturbios ocurridos en Inglaterra hace unas semanas fueron transmitidas por TV, prensa y sitios de internet a destajo. Parecía extraño que en un país de primer mundo ocurrieran sucesos propios de países tercermundistas o ex-colonias del Imperio Británico. O al menos ese era el tenor de los comentarios que acompañaban a las imágenes.
Mientras las veía, recordaba fragmentos de “La Naranja Mecánica” de Stanley Kubrick, película en la que Alex y sus amigos mostraban comportamientos no tan diferentes a los que se transmitían en vivo y en directo en esos momentos. Y me preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que, tal como en la película, se hablara de “enfermedad” para intentar explicar los actos violentos. Para mi sorpresa, fue el propio Primer Ministro Británico David Cameron quien usó la expresión, a 4 días de iniciados los disturbios. Habló de sectores de la sociedad enfermos, de mala crianza de los hijos, de falta de valores éticos. Lo único que faltó es que dentro de sus medidas propusiera la implementación masiva de la técnica de Ludovico para “tratar” a esta manga de Alex subversivos.
Se ha hecho demasiado común en el último tiempo patologizar el descontento. Habiendo multitud de condiciones sociales que permiten al menos comprender (y hasta tal vez explicar) el complejo escenario en el cual emerge la violencia hacia el sistema social establecido con sus abismantes desigualdades, pareciera ser que es más sencillo hablar de enfermedad. Con lo cual se vuelve a una estructura propia de varios siglos atrás, donde se recluía en un mismo espacio físico a los sin hogar, los ladrones y los afectados por enfermedades mentales o neurológicas. Por cierto, Chile no ha escapado a esta tendencia. Baste con recordar al tristemente célebre Cisarro y su bullado tratamiento en el Hospital Calvo Mackenna.
¿Que hay detrás de este gesto de quienes ostentan el poder, de este confinar al “desadaptado” dentro del ámbito médico? Pareciera ser que la sociedad no logra concebir el malestar como algo “normal”. Dentro de los discursos exitistas, de crecimiento económico de los países, de contar con bienes de consumo disponibles en abundancia, quienes se atreven a señalar su malestar por no estar incluidos dentro de los beneficiados aparecen como extraños. Mejor llevarlos al médico, para que los trate y los devuelva recuperados.
El descontento, el malestar, la ira, todos son emociones y sentimientos naturales al ser humano. La violencia puede manifestarse a partir de ellos, y por lo tanto no constituye una anormalidad. Puede ser que en ciertos contextos esta violencia sea catalogada como ilegal o constituya delito, pero eso no la convierte en una anormalidad. El Experimento de la Prisión de Stanford realizado hace 40 años atrás mostró que bastan unas pocas “condiciones extremas” para que surja el sadismo y la violencia en personas que previamente no habían tenido conductas de ese tipo.
No deja de ser extraño que quienes, como el Primer Ministro Británico, buscan castigar ejemplarmente este tipo de comportamientos al definirlos como ilegales, pasen por alto el hecho que muchos de quienes han actuado con violencia en estos disturbios han sido vulnerados en sus derechos sociales y laborales por instituciones dependientes del propio Estado. Por lo tanto, también han sido víctimas de actos ilegales, una violencia enmascarada por actos y omisiones de quienes ostentan el poder.