24.12.06

Recuerdos de Buenos Aires (hace 3 meses)

Estuve en Buenos Aires durante el preludio de la primavera. Las vacaciones, luego de un año y medio de trabajo. La promesa de libros baratos, discos baratos, comida barata, alojamiento barato. Descansar, conocer, re-conocer. También contrastar mis recuerdos de los 5 años, con lo que hay (o había) en la porteña capital trasandina.
1. El Cementerio de La Recoleta está emplazado en uno de los barrios más rimbombantes de la ciudad. Sus mausoleos y estatuaria contrasta con el entorno urbano.

2. Como toda ciudad que se precie de tal (como Santiago, como La Serena), Buenos Aires tiene su Jardín Japonés (en Palermo). En éste además hay un restaurante en su interior. (Ojo, martes cerrado, así que no les puedo contar nada de la comida nipona que allí hacen).


3. El Jardín Botánico en Palermo sigue lleno de gatos. Lamentablemente, muchos están con tiña y una gran abundancia de pulgas. Pero todos bien alimentados por los vecinos.

4. La pantera ya no está en un foso, sino tras un grueso acrílico. ¿Será la misma que me impresionó hace 24 años?

5. El Parque Lezama y sus esculturas, lugar en que Martín conoce a Alejandra (ver "Sobre Héroes y Tumbas" de Ernesto Sábato).
6. Como alguien acotó previamente, lo que yo recordaba como "Pastel Flora" se llama Pasta Frola. En Chile se vendería como una Tarta de Dulce de Membrillo.
7. A propósito de comida, allá no existe quesillo ni queso fresco. (Si no se le puede hechar a la pizza, no sirve).
8. Ir a La Boca es cosa de valientes. El hedor que emana del contaminado río es sinceramente putrefacto. Y el Tigre va por las mismas.
9. Bajo las señales de advertencia de los carros del subte ("Matafuegos bajo el asiento", "Freno de emergencia", y otras similares) se pueden ver sus equivalentes en ideogramas del Lejano Oriente.
10. Las Obras Completas de Jorge Luis Borges (Emecé Editores, 2005) pesan 3 kilos 200 gramos.

14.12.06

La ruta de "Seda"


– ¿Tenés la tarjeta CúspideMax? –. La cajera pasaba por el lector de códigos de barra los libros “encargos” que por fin había logrado recopilar en una sola librería.
– No. Soy de Chile y estoy hasta mañana –.
Era mi último día en Buenos Aires. Aún me faltaban los libros “caprichos personales”.
– Con esta compra podés juntar 22 pesos, y canjearlos por libros –explicó tentadoramente. – Los puntos no vencen, y la tarjeta podés obtenerla de inmediato.
22 pesos en Argentina significa un buen libro. Agregué mentalmente los hipotéticos puntos de mis otras compras a realizar durante el día y acepté encantado la propuesta. En menos de dos minutos tenía la tarjeta en mi mano.
Por la noche me encargué de los caprichos. Completé la compra con las Obras Completas de Borges, y me encontré con cerca de 70 pesos disponibles para canjear. Ahí sí comenzó lo bueno. Recorrer pasillos y estantes sólo buscando, sin nada concreto en mente. Y luego de una preselección, conseguir la combinación casi perfecta de títulos que permitiera optimizar los puntos.
Así llegó a mis manos “Seda” de Alessandro Baricco. Con un vago recuerdo de alguna crítica leída o comentario oído que favorecía al autor. Con una portada ilustrada con caracteres japoneses sobre un diseño de tela para kimono. Con una contratapa en la cual Baricco contaba que ésta no era una novela ni era una historia de amor.
Y en verdad tenía razón. No es una historia de amor, porque no relata un amor real. Su historia es la de un amor imposible, desplazado, metonimizado. Un amor que ocupa el escenario de la ruta de la seda, pero cinco siglos después de ésta. Como esa extraña sensación que dejan los amores imposibles, que nos hacen pensar que “antes”, en otro tiempo de nuestras vidas, tal vez hubieran sido posibles.
Y como todo amor imposible, el texto está lleno de reiteraciones, repeticiones, reintentos que a nada conducen. Un amor fatal, en el amplio sentido. Un amor que no provoca un vuelco en la vida de quien lo siente, pero que introduce sutiles cambios en su vida cotidiana. Sutiles, pero permanentes. Un amor que no cambia la vida, pero sí la forma de vivirla.
Casi como la cajera de Librería Cúspide y su oferta de tarjeta.

Encuentro con Carver


– Te he traído un regalo – dijo ella cuando apareció en el dormitorio.
Un minuto atrás, el sonido de sus llaves en la puerta de entrada y el rodar de su maleta sobre el piso me habían despertado. Volvía de Santiago. Era Domingo. Eran cerca de las siete de la mañana.
Esbocé una sonrisa y cerré los ojos.

– Te traje un regalo – repitió algunas horas después, mientras tomábamos desayuno en silencio.
Se levantó de la mesa para ir hacia su maleta, en el dormitorio. Por mi cabeza, las posibilidades de regalos giraban como las imágenes en un tragamonedas. La que más se repetía era la de un libro.
Cuando me entregó el misterioso objeto, envuelto en un papel kraft con la leyenda “Librería Altamira”, ya no habían dudas. Si hubiera tenido que adivinar el contenido, habría acertado. “Es de Carver”, le habría dicho. Por supuesto no le dije nada. Me limité a sonreír y a sacar con parsimonia el papel kraft. Raymond Carver. “De qué hablamos cuando hablamos de amor”.

En el último tiempo, Carver se había vuelto un ente misterioso. Había oído y leído comentarios acerca de sus cuentos en infinidad de partes, hechos por escritores o por aficionados a los libros, en diarios, revistas o blogs. Unánimemente, alababan su estilo y su magia para crear relatos breves. La contraparte eran los comentarios de ella: que Carver es demasiado escueto en palabras, que se repite en su forma de escribir, que genera tensión en el relato apelando a la reiteración de un elemento cualquiera, que después no desemboca en nada, que después del cuarto cuento se aburrió y tiró el libro. “Pero creo que a ti te puede resultar interesante”, había dicho la gran mayoría de las veces. Tal vez por lo escueto de palabras, pensaba yo.

Así que tengo mi primer Carver. Una colección de cuentos sobre relaciones íntimas, reseña la contratapa. Dice que en ellos los personajes a veces se despedazan. Recuerdo “El libro de los amores ridículos” de Kundera, y pienso que no deben tener mucho en común.
La miro a los ojos y, sonriendo, le digo “Gracias”.