19.12.13

Esbozos numerológicos: el 9

Robert Fludd, Philosophia Sacra (1626)
«[Los números] son mucho más que simples cantidades. Cada número en sí mismo encierra un profundo misterio, un campo de reflexión y de contemplación exclusivo».
(Buhigas Tallon, J. La Divina Geometría. Un viaje iniciático a la geometría sagrada al alcance de todos. Madrid: La Esfera de los Libros, 2008, (Pág. 61)

Desde la antigüedad, muchos pensadores consideraron al nueve como el elemento o símbolo que permitía articular la comprensión del cosmos (en sus aspectos macro y micro) y la posición que en él ocupa el Ser Humano. En orden cronológico, y convirtiéndose cada uno a su vez en referencia para el siguiente, esbozaré lo planteado por Pseudo Dionisio Areopagita (siglo V o VI), Ramón Llull (siglo XIII) y George Gurdjieff (fines del siglo XIX y primera mitad del XX).

Mucho antes que ellos, Pitágoras y su escuela hablaban de la “progresión sagrada” o Tetraktys (1+2+3+4=10), tradición preservada en la sentencia «si progresas de la unidad a lo múltiple, obtendrás el diez, origen de todas las cosas».1 Muchos aceptan que Pitágoras transmitió en Grecia y alrededores conocimientos obtenidos en Egipto y Oriente Medio. Por el contrario, los autores que mencionaré a continuación provienen de la tradición cristiana, y secundariamente recogen elementos de otras culturas. Si esto constituye una posible explicación a sus diferencias con los pitagóricos, es algo que no pretendo abordar.

Athanasius Kircher, Arithmologia (1665)
Pseudo Dionisio Areopagita, neoplatónico probablemente sirio del siglo V o VI, plantea en su obra De las Jerarquías celestes la existencia de nueve coros de ángeles reunidos en triadas, y asocia cada una de éstas a una de las personas de la Trinidad. A la jerarquía inferior corresponde el “orden purificador”, a la del medio el “orden iluminador” y a la superior el “orden de la perfección”.2
De manera similar, otros autores hacían mención a nueve esferas celestes que rodeaban la tierra, en el siguiente orden centrífugo: la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter, Saturno, las estrellas móviles (Zodíaco) y las estrellas fijas.3 En aquella época prevalecía la concepción geocéntrica, y los planetas conocidos eran sólo aquellos visibles sin el uso de instrumentos ópticos (los cuales aún no eran inventados). No obstante, es relevante la distinción entre estrellas móviles (aquellas en nuestra propia galaxia y que conforman el Zodiaco) y estrellas fijas, ya que ello da cuenta de una observación astronómica sostenida probablemente a través de múltiples generaciones, única forma de notar la diferencia en la velocidad de desplazamiento aparente de ambos tipos de estrellas en el fondo celeste.

Ramón Llull, Ars brevis (1578)
Ramón Llull,
De nova Logica (1512)
Ramón Llull, español laico pero muy próximo a la Orden de los Franciscanos que vivió en el siglo XIII, basa su "ciencia universal" en la existencia de nueve cualidades o nombres de Dios, que junto al aspecto oculto (En-Soph, al centro del círculo) remiten a los 10 Sephiroth. Distribuidos en sucesivos círculos concéntricos, y formando todos un disco, se encontraran asociados a predicados relativos, cuestiones cardinales, sujetos, virtudes y vicios. En conjunto conforman el Ars combinatoria, base de la "nueva lógica" propuesta por Llull. De tal manera, el intelecto se encuentra al pie de la escala de la Creación, la cual deberá recorrer por los escalones de los distintos reinos (mineral, ígneo, vegetal, animal, humano, celeste, angelico y divino) hasta alcanzar la morada de Sophia. Esta lógica mecanicista de Llull será posteriormente recogida por Giordano Bruno, Leibniz e incluso Ernst Bloch. En el siglo XVII, Athanasius Kircher en su obra Ars magna sciendi adapta el sistema combinatorio con el fin de elaborar un método general que permita reunir investigaciones aisladas en una red de conocimientos, asumiendo que el universo entero es un entramado de analogías y correspondencias estructurales sujetas a las leyes de la lógica y de la armonía.4

George I. Gurdjieff, armenio nacido a fines del siglo XIX y que dedica su vida a la búsqueda de la evolución espiritual del Ser Humano, habría descubierto el eneagrama por el 1900, observando una danza derviche 5 inspirada en los conocimientos de una sociedad secreta islámica del siglo X llamada "los hermanos purificados de Basra", que a su vez reunía elementos de las tradiciones griega, persa, hebraica, china e hindú, junto a una mística de números pseudopitagórica. Dicha confradía proclamaba el principio del número nueve como estructura de los mundos y las cosas manifestadas.6 Los textos de esta hermandad habrían sido tomados como referencia también por Llull en la España medieval. Para Gurdjieff «Todo puede condensarse en un eneagrama y encontrarse en él. Un hombre en medio del desierto puede pintar el eneagrama en la arena y leer en él las leyes eternas del universo».7

A modo de síntesis sobre los autores recién reseñados, es posible plantear que presentan alegorías al orden cósmico (nueve esferas), al orden angélico (nueve coros), al orden presente en el mundo material (Ars combinatoria) y al ascenso y posterior descenso hacia el conocimiento (escala).
Camoin & Jodorowsky,
El Tarot de Marsella reconstruido
(1997)

En un sistema numérico basado en el 10, propio de las enseñanzas pitagóricas y sus derivados, el 9 representará el último paso hacia la perfección o a hacia el inicio de un nuevo ciclo. Será, por lo tanto, un paso de abandono de lo conocido, de crisis y de búsqueda hacia lo desconocido, a la vez final y comienzo.8 En el Tarot tradicional, al número nueve corresponde el arcano de El Ermitaño, enigmática figura portadora de luz sobre la cual es imposible saber si está haciendo su aparición o, por el contrario, está retirándose del mundanal ruido.

Por último me referiré a las nueve Musas, personajes de la mitología griega que serían hijas de Zéus y de Mnemósine, y cada una de ellas vinculada a alguna de las artes.9 Más allá de sus nombres propios y artes asociadas, me gustaría referirme a su origen, ya que su madre Mnemósine representa la memoria, la cual no sólo debiera entenderse como función mental, sino en el sentido amplio de historia y tradición. Por lo tanto, las Musas serían herederas de la tradición a la vez que inspiradoras de la creación, y por lo tanto vincularían pasado, presente y futuro. En esta misma línea, se debe recordar que la mitología griega señala que la Esfinge del Monte Ficio habría aprendido de las Musas el enigma que planteaba a los habitantes de Tebas: «¿Quién es el que con una sola voz pasa de cuatro pies a dos pies y tres pies?».10 Hoy sabemos que la respuesta a esa interrogante es el Ser Humano, y que los pies hacen referencia a sus edades: infancia (pasado), adultez (presente) y vejez (futuro). No debiéramos pasar por alto que la suma de cuatro, dos y tres es nueve.

[1] Roob, A. Alquimia & Mística. El museo hermético. Madrid: Taschen, 2006, p. 90
[2] Cf. Roob, A. Op. cit., p. 531
[3] Cf. Roob, A. Op. cit., p. 41
[4] Cf. Roob, A. Op. cit., p. 246-248
[5] Los derviches son una cofradía religiosa mística islámica (corriente también conocida como sufí).
[6] Cf. Roob, A. Op. cit., p. 530
[7] Roob, A. Op. cit., p. 529
[8] Cf. Jodorowsky, A. y Costa, M. La vía del Tarot. Santiago: Random House Mondadori, 2005, pp. 82, 201
[9] Cf. Apolodro. Biblioteca Mitológica. Madrid: Akal, 1987, p. 12
[10] Cf. Apolodro. Op. cit., p. 82

21.4.13

Espectralidad y fotografía

Eugene Atget: Parc de Sceaux, mars, 7 h. matin (1925)
En su origen, la fotografía fue en «blanco y negro». Pese a que la imagen es visualizada en una gama de tonos grises, tal vez ese afán discursivo de categorizar lo existente mediante oposiciones, o tal vez la búsqueda de una terminología simple, hizo prevalecer la nomenclatura binaria. Lo cierto es que, por casi un siglo, los daguerrotipos y su descendencia carecieron de colores, salvo que éstos fueran aplicados posteriormente al sustrato en que se presentaba la imagen; o que, en forma experimental, se tomaran tres negativos sucesivos de la misma escena aplicando filtros al lente, y luego se combinaran sobre un mismo soporte las tres imágenes obtenidas. La fotografía «a color» recién comenzó a masificarse a partir de 1935, y ambas modalidades coexistieron hasta la irrupción de la fotografía digital, técnica en la que el tratamiento del color es determinado durante el procesado informático.
Benjamin recoge la impresión generada en el siglo XIX por la novedosa técnica, citando «la frase con la que el viejo Dauthendey habla de la daguerrotipia: ‹[…] Recelábamos ante la nitidez de esos personajes y creíamos que sus pequeños, minúsculos rostros podían, desde la imagen, mirarnos a nosotros: tan desconcertante era el efecto de la nitidez insólita y de la insólita fidelidad a la naturaleza de las primeras daguerrotipias›.»[1]  Por su parte, Susan Sontag recoge una apreciación de Fox Talbot que figura en su texto The Pencil of Nature (1844-1846), y señala que «los primeros fotógrafos hablaban como si la cámara fuera una copiadora; como si cuando una persona opera una cámara, fuera la cámara la que ve. […] La cámara se le ocurrió a Fox Talbot como un nuevo modo de notación cuyo atractivo era precisamente la impersonalidad, pues registraba una imagen «natural», o sea una imagen que llega a existir ‹con la sola mediación de la Luz, sin ninguna ayuda del lápiz del artista›.»[2]  Hoy, ya acostumbrados a la resolución de «imágenes HD», no puede dejar de sorprender esa mención a la «nitidez insólita» y la forma privilegiada en que se consideraba estar captando la naturaleza en aquellos lejanos años. Más aún si consideramos que, en sus inicios, la técnica requería de exposiciones prolongadas y abundancia de luminosidad, idealmente al aire libre. Y el resultado, la imagen que era exhibida a los atónitos testigos del prodigio, les entregaba una visión de la noche obtenida a plena luz de día. Porque la fisiología de la visión humana, en condiciones de escasa iluminación, no permite distinguir los colores: la visión nocturna es en blanco y negro, difusa, imprecisa. Sobre esto, Derrida plantea que «lo que pasa con la espectralidad, con la fantasmalidad —no necesariamente con las apariciones [revenance]—, es que entonces se vuelve casi visible lo que sólo lo es en la medida en que no se lo ve en carne y hueso. Es una visibilidad nocturna. Desde que hay tecnología de la imagen, la visibilidad lleva la noche. Se encarna en un cuerpo de noche, irradia una luz nocturna».[3]  ¿Cómo comprender, entonces, esa «insólita fidelidad a la naturaleza» señalada por el viejo Dauthendey (una naturaleza extrañamente incolora) coexistiendo con el recelo ante «esos personajes»? ¿Cómo se generaba ese profundo extrañamiento? Sigmund Freud, recurriendo a Schelling, entrega una pista: «Se llama unheimlich [siniestro u ominoso] a todo lo que estando destinado a permanecer en el secreto, en lo oculto, (…) ha salido a la luz».[4]
Por casi 100 años la fotografía sólo pudo presentar la realidad en su apariencia nocturna. Y la noche, es bien sabido, es el tiempo privilegiado para el dormir (y por lo tanto el soñar), pero también para que emerja lo sobrenatural. En la mitología griega, Hypnos era hermano de Tánatos, y ambos hijos de Nix (la noche) sin intervención masculina, aunque según algunos relatos el padre era Érebo (la oscuridad). En su contraparte, la luz (o luminosidad) aparece desde antaño asociada a la divinidad y por lo tanto a la belleza y perfección: «Desde el Bel semítico, desde el Ra egipcio, desde el Ahura Mazda iraní, todos personificaciones del sol o de la benéfica acción de la luz, hasta, naturalmente, el platónico sol de las ideas, el Bien».[5]  Confluencia mítica, pero persistente, de la noche (con el dormir y el soñar), la locura y la muerte, tal como advierte Horacio al Príncipe Hamlet cuando el espectro le hace señas para que lo siga: «Señor, ¿y si os atrae hacia las olas, o hacia la espantosa cumbre de esa roca escarpada, que avanza mar adentro, y asume allí alguna otra forma horrible, que pueda privaros del imperio de la razón y arrastraros a la locura?».[6]  O como el mismo Príncipe reflexiona con posterioridad: «¡Morir…, dormir! ¡Dormir!... ¡Tal vez soñar! ¡Sí, ahí está el obstáculo! ¡Porque es forzoso que nos detenga el considerar qué sueños pueden sobrevenir en aquel sueño de la muerte, cuando nos hayamos librado del torbellino de la vida!».[7]  Los relatos orales, escritos o visuales (o, si se prefiere, folclóricos, literarios o cinematográficos, respectivamente), presentan las apariciones de los fantasmas o espectros generalmente asociados a dos condiciones: la alteración del estado mental o la noche. La noche en general, pero también en particular en algunas noches, determinadas por los ciclos lunares o solares (como Halloween, Walpurgisnacht, Noche de San Juan, etc.). Es decir, la noche en relación al día, a la luminosidad de ciertos días, a la oposición luz/oscuridad, análoga a la oposición blanco/negro de una imagen «inmoral, irreligiosa o diabólica (como ciertas personas declararon cuando el advenimiento de la Fotografía)».[8]  ¿Será este uno de los motivos por los cuales las imágenes en blanco y negro, sobre todo del siglo XIX, impresionan como más fantasmagóricas que las posteriores a color? Para Barthes «el color es una capa fijada ulteriormente sobre la verdad original del Blanco y Negro. El Color es para mí un postizo, un afeite (como aquellos que se les prodiga a los cadáveres)».[9]

[1] Benjamin, W. “Pequeña historia de la fotografía”, en Discursos interrumpidos I. Filosofía del arte y de la historia. Buenos Aires: Taurus, 1989, p. 68
[2] Sontag, S. “El heroísmo de la visión”, en Sobre la fotografía. México D.F.: Alfaguara, 2006, p. 129
[3] Derrida, J., Stiegler, B. Ecografías de la televisión. Entrevistas filmadas. Buenos Aires: Universitaria, 1998, p. 145
[4] Freud, S. “Lo ominoso (1919)”, en Obras Completas. Tomo XVII. Buenos Aires: Amorrortu, 1992, p. 224
[5] Eco, U. Arte y belleza en la estética medieval. Buenos Aires: Random House Mondadori, 2012, p. 79
[6] Shakespeare, W. “Hamlet, Príncipe de Dinamarca”, en Obras Completas. Madrid: M. Aguilar, 1945, p. 1176
[7] Ibíd., p. 1190 y s.
[8] Barthes, R. La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Barcelona: Paidós Ibérica, 1989, p. 177
[9] Ibíd., p. 128

Espectralidad y cine

Fotograma de Ghost Dance (1983)
La imagen en movimiento (presentada o re-presentada) propia del cine fue prontamente articulada con el psicoanálisis por Walter Benjamin apelando, entre otros elementos, a la contemporaneidad en el surgimiento de ambos. Para este autor, «el cine no sólo se caracteriza por la manera como el hombre se presenta ante el aparato, sino además por cómo con ayuda de éste se representa el mundo en torno. […] El cine ha enriquecido nuestro mundo perceptivo con métodos que de hecho se explicarían por los de la teoría freudiana».[1]  Surgiría una nueva forma de mirar y comprender, una forma distinta de apreciar lo que, hasta ese momento, parecía evidente, claro y distinto. La fotografía primero, y poco después el cine, configurarían una especie de cambio de paradigma en la interacción cotidiana con la realidad, mediada por (aunque no estrictamente limitada a) el uso de un aparato técnico específico. En un intento por delimitar más allá de lo obvio (proceso, sustrato, tecnología involucrada, etc.) la pintura de la fotografía, el mismo autor plantea: «La naturaleza que habla a la cámara es distinta de la que habla a los ojos [del pintor]; distinta sobre todo porque un espacio elaborado inconscientemente aparece en lugar de un espacio que el hombre ha elaborado con consciencia. […] Sólo gracias a ella percibimos ese inconsciente óptico, igual que sólo gracias al psicoanálisis percibimos el inconsciente pulsional».[2]  Tempranamente también, Benjamin constata el vínculo que se comienza a esbozar entre esta nueva forma de acceder a lo cotidiano y el ámbito de lo sobrenatural, y cita lo señalado por Franz Werfel en un texto de 1935: «El cine no ha captado todavía su verdadero sentido, sus posibilidades reales… Estas consisten en su capacidad singularísima para expresar, con medios naturales y con una fuerza de convicción incomparable, lo quimérico, lo maravilloso, lo sobrenatural».[3]

Esta articulación propuesta por Benjamin es llevada más allá por Derrida. En una escena del film Ghost Dance (1983), en la que participa interpretándose a sí mismo, plantea: «Psicoanálisis más cine igual a… ciencia de los fantasmas». Casi 10 años después comenta esa idea surgida en medio de una escena improvisada: «desde el momento en que tenemos que vérnosla con el fantasma, es algo que desborda, si no la cientificidad en general, sí al menos lo que durante mucho tiempo la ajustó a lo real, lo objetivo, lo que no es o no debería ser, precisamente, fantasmagórico. Es en nombre de la cientificidad de la ciencia que se conjuran los fantasmas o se condena el oscurantismo, el espiritismo, en suma, todo lo que se refiere a la obsesión y los espectros».[4]  Recurrentemente en Derrida se puede encontrar lo ya señalado respecto al saber (asociado aquí al conocimiento científico) y el creer, ya que en la pantalla cinematográfica se observan «apariciones en las que, como en la caverna de Platón, el espectador cree, apariciones que a veces idolatra. Ya que la dimensión espectral no es la del viviente ni la del muerto, ni la de la alucinación, ni la de la percepción; la modalidad del creer relacionada con ella debe ser analizada de modo absolutamente original».[5] 

El cine ampliaría las posibilidades de presentación y re-presentación que había abierto en su momento la fotografía. Más allá de presentar un instante estático de lo que fue, el movimiento de la imagen y las repercusiones inconscientes que conlleva el visionado de un film potenciarían la espectralidad y la ubicarían en el intersticio que se configura entre la pantalla y la mente del espectador.

[1] Benjamin, W. “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Discursos interrumpidos I. Filosofía del arte y de la historia. Buenos Aires: Taurus, 1989, p. 46
[2] Benjamin, W. “Pequeña historia de la fotografía”, Op. cit., p. 66 y s.
[3] Benjamin, W. “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, Op. cit.,p. 33 y s.
[4] Derrida, J., Stiegler, B. Ecografías de la televisión. Entrevistas filmadas. Buenos Aires: Universitaria, 1998, p. 147
[5] Derrida, J. El cine y sus fantasmas. Entrevista por Antoine de Baecque y Thierry Jousse. Publicado en Cahiers du cinéma, n° 556, abril 2001.